Una lectura elevada (y IV)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Heródoto, Los nueve libros de la historia
(viene del la entrada del 23 de junio)
Tras leer sobre los hiperbóreos, naturales del norte de Tracia que tuvieron en Heródoto su primer cronista, descubro con cierta contrariedad que no todo el mundo comparte mi fascinación por las Historias del de Halicarnaso. Así, el profesor M. W. Frederiksen, del Wocester College de Oxford, pone en duda la información que aporta acerca de las migraciones prehistóricas, que, a su juicio, en el mejor de los casos es "vaga". Más aún, Frederiksen duda abiertamente de una diáspora posterior: la que, según el de Halicarnaso, llevó a los lidios a expatriarse en la que habría de ser Etruria hacia el 1.200 a. e. c.
También son vagas las noticias biográficas de Heródoto que han llegado hasta nuestros días. Parece que su vida discurrió entre el 484 y el 425 a. e. c. La actual ciudad turca de Bodrum fue su Halicarnaso natal. Participó en la colonización de Thourion, en la actual Calabria, pero antes y después de aquella expedición residió en Atenas, ciudad que admira profundamente, más que ninguna otra. Sus ideas morales y religiosas son las de la vieja Jonia.
De todos los autores a los que he leído en paralelo, para ir entrando en una materia de tanta altura, Frederiksen es el único que no simpatiza con Heródoto. Más aún, le acusa de vacilar en los fragmentos de sus Historias en que intervienen la religión y la mitología. Cierto, Heródoto se refiere con frecuencia al oráculo. Igualmente, el de Oxford acusa al de Halicarnaso de repetir las ideas comunes de su tiempo. Verbigracia, la envidia que mueve a los dioses. Por mi parte, únicamente puedo volver a repetir que sólo sé que no sé nada. Pero mi ignorancia -tan atrevida como la de todo el mundo- no me impide observar que también podría apuntarse que el profesor Frederiksen -cuyo artículo integra el segundo tomo de la Historia Universal de la Humanidad, publicada por la UNESCO en 1963- también está imbuido por una idea común del siglo XX, del mundo contemporáneo -que yo, por otro lado, naturalmente, comparto-: el escepticismo ante las mitologías de cualquier lugar, de cualquier época y de cualquier pueblo.
Otro profesor, Alfredo Passerini -según la bibliografía que obra de él en los buscadores de Internet, toda una eminencia en la Italia de mediados del siglo XX en el estudio de la antigüedad clásica-, se muestra más benévolo con Heródoto en el artículo que dedica a sus Historias en el diccionario Bompiani. Así, sostiene que El padre de la Historia da muy poca importancia a las ideas comunes de su tiempo. Lo que cuentan para Heródoto son las noticias geográficas y etnográficas. Por otro lado, escribe como los logógrafos. Fueron éstos los historiadores anteriores a Heródoto, como Hecateo de Mileto, a quien el de Halicarnaso cita en sus escritos. El discurso de los logógrafos se fundamentaba en la racionalización de los mitos, descritos por los poetas como Homero, para los habitantes de las ciudades. Más aún, Passerini sostiene que hay en Heródoto cierto afán sofístico por enseñar y que su texto pudo haber sido editado en su tiempo. Lo que iría a abundar en esa idea de explicar los mitos haciéndolos plausibles para los mortales.
Frederiksen le concede que, de su análisis, en general, se desprende que los hechos históricos dependen de los actos y la voluntad de los hombres. Empero vuelve a acusarle de ser poco más que un mero escritor de oídas, que da por cierto todo lo que le han contado sin verificarlo de ninguna otra manera. El propio Heródoto advierte que su procedimiento consiste en dejar constancia de lo que le han dicho. Que el de Oxford se lo recrimine nos demuestra que su opinión, por muy sabio que sea, no es objetiva. Passerini, por el contrario, sostiene que, de todo cuanto le han contado, Heródoto solo repite lo que resulta extraño y maravilloso.
Para el de Halicarnaso los persas son siempre "los bárbaros", porque eso es lo que debían de ser para la mayoría de los griegos. Con todo, no duda en escribir sin prejuicios sobre ellos. El etnocentrismo, tan común a todas las sociedades, no sólo a la occidental, también existía en la Grecia clásica. En nuestros días, los expertos más desprejuiciados -los más próximos al multiculturalismo o al relativismo cultural-, no cifran el etnocentrismo, únicamente, en el eurocentrismo. Basta con admitir que la fraternidad universal es una entelequia tan grande como la objetividad en la prensa -o en la Historia, ya que estamos- para comprender que también nos hablen del sinocentrismo, e incluso del indigenismo, como otras formas de etnocentrismo. Sin embargo, Heródoto, por más que para él los medos sean los bárbaros, exalta con frecuencia el poder persa, las figuras de sus reyes y las heroicidades de sus soldados.
Convencido, desde que descubrí lo mísera que puede llegar a ser la condición humana, de que, para todos los pueblos del mundo, el resto de los grupos étnicos son "los bárbaros" -o lo fueron hasta épocas aún recientes-, aprecio en los valores que el de Halicarnaso reconoce a sus "bárbaros" un afán del que carecen por completo los hispanistas británicos puestos a escribir sobre nuestra guerra civil, por encargo de los hijos y los nietos de los vencidos en ella más recalcitrantes. Su relato, evocando cierto menú de mi primera base de datos -"valores por defecto"-, se me antoja tan poco ponderado como el que hace de aquel conflicto el Marqués de Lozoya, autor de la Historia de España (Salvat, Barcelona, 1967) de mi madre, que yo leía de niño con sumo agrado -¡Lástima que con Jenofonte no me pasase igual!- y hoy es una de las obras más preciadas de mi tesoro bibliográfico. Pero no divaguemos.
"Esta es la exposición de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso, para que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas obras, así de los griegos como de los bárbaros, y, sobre todo, la causa por la que se hicieron guerra", escribe el sabio en el primer párrafo de sus Historias. Unas líneas que, más de dos mil quinientos años después, me emocionaron y alentaron para emplearme a fondo en su elevada lectura, como nunca hicieron los suspensos que me procuró la Anábasis de Jenofonte en el bachillerato.
La cultura occidental sentó sus bases entre el 1500 a. e. c. y el 500 e. c. Esto es así porque en las ciudades griegas florecieron la ciencia, la filosofía y el arte. Con posterioridad, el colofón fue el surgimiento del derecho romano, que todavía sigue siendo el pilar de los códigos civiles europeos. Tengo la sensación de que, en medio de tanta grandeza, Heródoto es considerado El padre de la Historia, más que porque Cicerón le asignase esa dignidad al ser el primero en llamarle así -mera anécdota-, porque fue el primero en construir un relato fiable de un pueblo, amén de por la amenidad con la que nos cuenta las guerras médicas, las libradas entre el imperio persa y el mundo heleno.
Pero también por sus digresiones para escribir sobre el costumbrismo, el pintoresquismo y el resto del "color local" -que diríamos ahora- de los paisajes y los paisanajes visitados en sus viajes -Egipto, Cirenaica, Siria, Babilonia, Calcis, Peonia y Macedonia- con los atenienses. Todo ello sin olvidarse de referirnos las grandezas y las miserias de Ciro II, Cambrises II, Darío I y el resto de los soberanos que transitan por sus páginas. Los elogios a los reyes del enemigo raramente son tan frecuentes en las páginas de ninguna historia. Pero creo que Heródoto es el padre porque es quien termina de sentar las bases para el método, el procedimiento de la ciencia que estudia los sucesos pretéritos.
Nadie pone en duda que la actual división de las Historias no fue dispuesta por su autor. De modo que tampoco debió de ser él quien dio el nombre de una musa a cada uno de los nueve libros. La primera guerra médica, ya nos es referida en Terpsícore, el quinto libro. Pero su episodio más conocido, la batalla de Maratón, no nos es contado hasta Erató, el libro sexto.
Aunque Erató es la musa de la poesía lírica, aquí predomina la épica. En mi edición resulta uno de los capítulos más breves -apenas veinticinco pp.- y me da la impresión de que Natalia Palomar, la antóloga, se ha limitado a seleccionar los hechos de armas y poco más. Si bien, en ese "poco", se recoge la búsqueda de ayuda por parte de Aristágoras de Mileto en las otras ciudades.
Y, en efecto, la consiguió. Una confederación griega -diez mil atenienses y mil platenses- se enfrentó a veinticinco mil persas. La batalla, una de las más conocidas de la historia, ha de ser lo más interesante, para el lector contemporáneo, del libro original. Aquí sabemos del valor de Milcíades y de los hoplitas, los ciudadanos-soldado. Parece ser que todos los griegos que han pasado a la historia formaron parte de esta milicia ciudadana que en la batalla de Maratón derrotó al ejército aqueménida, tras una de las victorias más famosas de la antigüedad, que mantuvo a los persas fuera de Grecia durante diez años.
Las atribuciones de Polimnia, la musa que da título al libro séptimo son varias. Van desde la armonía hasta la agricultura, pasando por la geometría, la retórica o la danza. Entre las ciencias y las artes que protegía no falta la Historia -en la que coincidía con Clío-, que para el caso es lo más apropiado.
En Polimnia, en la edición completa de las Historias, se da noticia del ascenso al poder por parte de Jerjes I tras la muerte de Darío. Pero, como era de prever, en esta antología de las Historias que son Los nueve libros de la historia, básicamente se nos cuenta la batalla de las Termópilas. Acaecida en el verano de 480 a. e. c., es decir unos diez años después de la de Maratón, datada el doce de agosto del 490 a. e. c., puede entenderse como un desquite del imperio aqueménida. Pero la victoria de los persas fue pírrica.
Si no fuera porque el mito de Esparta fue creado por Plutarco, por un procedimiento semejante al que Cicerón dio la paternidad de la Historia a Heródoto, se diría que fue en la batalla de las Termópilas cuando se acuñó. Es más, puede que el mismo Plutarco iniciase el mito espartano a raíz de aquella gesta. De una u otra manera, no he leído a Plutarco -aunque sus Vidas paralelas es otra de las lecturas elevadas que me dispongo a acometer- y hablo por lo leído en Bertrand Russell. Lo que está claro es que el mito ha quedado tan bien aquilatado que suele pasarse por alto que, la que fuera capital de Lacedemonia, tan bien fue la cuna del fascismo. En efecto, antes que la Italia de Mussolini, y la Roma imperial, los espartanos, más que ciudadanos-soldados, como lo fueron todos los griegos que pasaron a la historia, fueron súbditos de un estado que, ya de niños, aprendían a defender, con las armas en la mano, y con más fiereza que las juventudes hitlerianas.
Pero no es menos cierto que la antigüedad clásica no se debe contemplar desde las perspectivas del presente. La resistencia de los espartanos en las Termópilas sirvió de ejemplo a toda la confederación griega. Trescientos hoplitas de Esparta contuvieron a todo el ejército de Jerjes I, que Heródoto cifra entre ciento cincuenta mil y cuatrocientos mil soldados. Con una geografía favorable, la falange de Leónidas, el rey de Esparta, hubiera contenido a los persas -por así llamarlos ya que su fuerza era multiétnica y en ella formaban incluso griegos afectos al invasor-. Pero el imperio aqueménida contó con la ayuda de un traidor -Efialtes de Tesalia-, quien les descubrió un paso alternativo. De este modo, pudieron derrotar a los espartanos atacándoles por un flanco.
Llevada al cine casi tantas veces como el sitio de El Álamo -quiero recordar El león de Esparta (Rudolph Maté, 1962) y 300 (Zack Snyder, 2006)- al leer ahora la primera crónica de aquella hazaña me resulta inevitable separarla de todo ese buen cine que ha inspirado.
Urania, la musa de la astronomía, da título al octavo libro. Seguimos en la segunda guerra médica que, tras la batalla de las Termópilas, tiene un nuevo jalón en la de Salamina (480 a. e. c.). En esta ocasión se trata de un combate naval en el que la coalición griega está liderada por Temístocles. Antiguo combatiente en Maratón, Heródoto lo admira. Ve en él a uno de los grandes jefes militares atenienses. Antes de glosar su figura, nos refiere cómo estos últimos huyen a la isla de Salamina ante la inminente llegada de "los bárbaros". Al fin y al cabo, no son otros que esos medos que, casi dos mil quinientos años después, habrían de "pasar al fin", tras la traición de Efialtes, en Termopilas (circa 1911), uno de los poemas más bellos de Cavafis.
Pero ya estamos en Salamina. Como en las Termopilas, la armada griega, inferior en número, pero superior en táctica, supo aprovechar la dificultad que encontró la inmensa flota de Jerjes I -en la que también formaban navíos fenicios y cilicios- para maniobrar en el golfo Sarónico. Tanto Temístocles como Euribíades, el general espartano al mando de la armada griega -me da la impresión de que el empleo de almirante, el equivalente a general en las flotas militares aún estaba por llegar- no recibieron más recompensa, por Salvar a Grecia definitivamente de la invasión persa, que una corona de ramas de olivo. Ahora bien, esto, como estima el profesor Passerini, esta frugalidad con que se premia a los héroes, y el estoicismo con que ellos reciben la recompensa", le sirve a Heródoto para "exaltar la superioridad ética de los griegos y el heroísmo que su cultivo permitía a sus ciudadanos.
Por último, Calíope, el noveno libro, nos refiere dos últimas batallas de la segunda guerra médica, la de Platea y la de Mícala donde la liga panhelénica derrotó definitivamente al imperio aqueménida.
No acaba de estar claro que Heródoto terminase su monumental obra. Puede que el final sea una interrupción. Al parecer, hay momentos, a lo largo del texto, que anuncia que escribirá sobre ciertas cosas y no lo llegó a hacer. Pero eso, a mí, se me escapa. Hace ya casi treinta años, oí hablar por primera vez de otro texto legendario, La rama dorada: un estudio sobre magia y religión. Una obra del antropólogo escocés James George Frazer que, en su última edición (1907-1915), alcanzó doce tomos. El mismo autor resumió este magno estudio -en el que viene a demostrar cómo la religión sustituyó a la magia primitiva antes de ser sustituida a su vez por la ciencia- en un solo tomo, dado a la estampa en 1922. Este último es el que suelen leer el común de los mortales. Me temo que, con las Historias de Heródoto, al menos en lo que al lector español se refiere, pasa algo muy parecido. En general, lo que se leen, son Los nueve libros de la historia. De modo que hay cosas que hemos de dejar para los lectores del texto completo.
En Calíope también se habla de las desdichas del amor de Jerjes y del fracaso del imperialismo persa. Pero yo me quedo con ese bello elogio que El padre de la Historia hace de sus "bárbaros" al contarnos que prefirieron ser pobres, dominando a los demás pueblos, antes que la comodidad que les hubiera proporcionado la sumisión a un imperio ajeno al suyo. No sé por qué, pero se me antoja como esos héroes de las Termópilas que nos presenta Cavafis, sinceros, pero sin odiar a los mendaces.
Publicado el 9 de julio de 2021 a las 05:15.